Director: Amos Gitaï
Intérpretes: Juliette Binoche, Liron Levo y Jeanne Moreau
Drama político alrededor de la retirada de Israel de la franja de Gaza ocupada. Ana, una mujer francesa de origen israelí, llega a la franja de Gaza por la muerte de su padre, y también para encontrar a la hija que ella abandonó al nacer, veinte años atrás. Allá se encuentra con Uli, hijo adoptivo de su padre, y con quien se ve envuelta en el conflicto que atraviesa el país.
Guión: Amos Gitaï, Marie-José Sanselme
Producción: Agav Films
Distribución: Ad Vitam
Fotografía/imagen: Christian Berger
Sonido: Michel Kharat
Intérpretes: Juliette Binoche, Liron Levo y Jeanne Moreau
Drama político alrededor de la retirada de Israel de la franja de Gaza ocupada. Ana, una mujer francesa de origen israelí, llega a la franja de Gaza por la muerte de su padre, y también para encontrar a la hija que ella abandonó al nacer, veinte años atrás. Allá se encuentra con Uli, hijo adoptivo de su padre, y con quien se ve envuelta en el conflicto que atraviesa el país.
Guión: Amos Gitaï, Marie-José Sanselme
Producción: Agav Films
Distribución: Ad Vitam
Fotografía/imagen: Christian Berger
Sonido: Michel Kharat
Montaje: Isabelle Ingold
¡Vaya ritmo el de esta película! La historia es manida y
repetida mil veces, hasta el cansancio. Clásicos, románticos, trágicos, etc;
recuerdo que el propio don Juan José Botero desarrolló el hito de la hija
abandonada, en su novela costumbrista y picante “Lejos del nido”. Nada nuevo:
mil veces, mil autores (mil no es un número sino un decir), mil directores y
más filmes se han hecho incorporando ese tema: ¡Se busca hija perdida hace
tiempos! Pero Amos Gitaï hace del mismo tema, un asalto progresivo a la platea.
No es el director que explora la sagrada conformidad de la mujer judía ortodoxa,
como en Kadosh, sino el joven patrullero de la aviación israelí que provisto de
una cámara registra acciones de su compañía en territorios ocupados, que así
fueron sus primeros filmes. Se trata de un ataque judío.
Del monótono canto sagrado de una plañidera negra cuyo
rostro ocupa toda la pantalla durante varios minutos, la imagen nos lleva a la
danza provocativa de una mujer joven en trance de divorcio que trata de seducir
a su hermano, igual nos conduce a los férreos procesos notariales, y
participamos en el incierto viaje al kibutz confundido por decisión del Estado
israelí, y desembocamos en la acción de la violenta destrucción de casas,
invernaderos y hermandades. Pero la tragedia clásica no da tregua: el encuentro
resuma sufrimiento. La madre grita desconsolada y ella misma es su plañidera:
la manifestación del dolor no es comerciable.
Pero digo el ritmo. Porque la película avanza
progresivamente su confusión a la platea. Cada secuencia lleva a un mayor
acercamiento de los planos sobre el ojo y el rostro del espectador. El viaje
nocturno es casi una adivinanza de la verdad entre sombras y provocaciones de
una lengua desconocida, el hebreo. Y nada qué decir de la proclama árabe que la
mujer no entiende pero que la atrae como un grito de batalla. Los planos se van
cerrando hasta el templo, morada de la alianza, vulnerable tienda de campaña
donde el rabino resiste con sus fieles al ataque policial: no queda otra sino
que las secuencias sean rodadas en primeros planos. Durante la proyección, esos
rostros y vestimentas y gestos y oraciones, involucran al espectador del filme
como protagonista de los empujones y gritos de un lado y otro calando en el
oído. La acción alcanza la platea. El espectador queda sometido a la policía
que lo arrastra y lo pone en el autobús que lo llevará al barrio periférico de
Jaifa o de alguna ciudad israelí; en
todo caso, no se sabe a dónde. Y ahí, el espectador se pierde de la madre, se
pierde de la hija y sólo pretende que la acción termine para arrojar su
imprecación contra el poder sionista.
Desde el frío recinto de los servicios fúnebres, desfila por
pantalla toda una galería de lugares frívolos de la Francia académica y
jurídica, viajes con ambiguo protagonista, muelles cuyo orden se rompe con la
presencia del poder, tiendas de campaña y ejercicios militares para aprender a
agredir sin agredir, al desorden de la consumación de la agresión. El proceso
de Liberación refunde los órdenes
establecidos; los sentimientos que empiezan a ver su luz, sumen en la
desesperanza hasta la emergencia de un nuevo mundo que nadie sabe cuándo será
posible. En todo caso, Liberación es
la antesala donde se escucha la
injusticia de quienes deciden sin poner lo suyo en riesgo.
Y digo que el ritmo termina por volcar el entorno problémico que hace posible
el filme, y convertirlo en potente pregunta del espectador que abandona la
sala, sin importar ni la madre ni la hija, sino el confuso mundo de la vida.
Por ello, y no por la fábula, Liberación
es un filme político. Tremendamente político.
Tunja, octubre 3 de 2011
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