Título original: Paris.
Dirección y
guión: Cédric Klapisch.
País: Francia. Año: 2008. Duración:
123 min.
Género: Comedia dramática, romance.
Interpretación: Juliette Binoche (Élise), Romain Duris (Pierre),
Fabrice Luchini (Roland), Albert Dupontel (Jean), François Cluzet (Philippe),
Karin Viard, Gilles Lellouche (Franky), Mélanie Laurent (Laetitia), Zinedine
Soualem (Mourad), Julie Ferrier (Caroline).
Producción: Bruno Levy.
Música: Robert Burke, Loïc Dury y Christophe Minck.
Fotografía: Christophe Beaucarne.
Montaje: Francine Sandberg.
Diseño de
producción: Marie Cheminal.
Vestuario: Anne Schotte.
Distribuidora: Vértigo Films.
El sirio Jamil Bichara y
el libanés Raduan Murad arribaron al puerto brasileño de Bahía de Todos los
Santos en octubre de 1903, con documentos de identificación expedidos por el
Imperio Otomano. A través del arte de los negocios descubrieron su América
rica, abierta a todas las ofertas, prostibularia, cacaotera, navegante y sin
fronteras entre imaginación y realidad. Cuenta Jorge Amado que esos dos
personajes, protagonistas de su novela De cómo los turcos descubrieron América, tuvieron un nacimiento literario
espurio: pertenecen a “Tocaia Grande”, narración que no los admitió y los mandó
al olvido. Pero ellos siguieron viviendo agazapados en los rincones de la
imaginación del novelista, de donde salieron para constituirse en héroes del
descubrimiento turco. De cómo los turcos
descubrieron América no es una obra menor, pero eso sí, es un relato
construido con los jirones no contados en la magna “Tocaia Grande”. No la
repite, es cierto, pero es testimonio de la fidelidad de Amado al colorido de
ese Brasil desbordante que nunca estuvo ausente de su pluma, aún cuando –para
regocijo del autor- lo tildasen de repetitivo.
Así me planto ante Paris y lo reconozco, porque –aunque
nunca haya ido a sus mercados, ni paseado por sus calles, ni vivido sus
angustias y amores, ni entrado a sus edificios abarrotados de habitaciones y
aventuras, ni conozca su cielo, ni sus nubes jamás provocaran mis fantasmas- lo
tengo en mí, gracias a la desbordante y “Fabulosa historia de Amélie Poulain”.
Reconozco los jirones
recuperados del cesto: es otro paseo por París con sus seres ambiguos, su
turbulencia de afectos y desafectos como un pastiche de imágenes volando en el
ojo de la cámara que no se cansa de registrar rostros, brazos, manos, angustias,
seducciones frustradas, calles, plazoletas y construcciones emblemáticas. Hasta
las mismas lluvias y cielos y nubes cobijando el tránsito. Y los mercados de
Amélie Poulain. La historia truculenta cansada de cotidianidad real.
Reconozco la novedad de Paris, filme construido con los
elementos asimétricos de la vieja historia: mientras que Amélie se hacía las
preguntas rotundas de la infancia (¿cuántas parejas copulan ahora mismo?), Pierre
al borde de la muerte, se pregunta si volverá a copular alguna vez. Amélie
sola, luchaba contra el mundo para encontrar al joven de sus amores, así
tuviese que aparentar de “Zorra”, mientras Élise cría a sus hijos armada con el
desencanto y animada por lograr el último suspiro amoroso de su hermano. Mientras
Amélie luchaba por abrir una rendija de vida para su padre viudo y encerrado en el jardín de sus nostalgias, Pierre se pone en peligro
bailando y dirigiendo el carnaval para sus sobrinos colmados de preguntas y
lenguajes sin diplomacia alguna.
¿Quiere esto decir que
Amélie se atravesó y me impidió el disfrute de Paris? ¡En modo alguno! Tampoco el conocimiento previo de “Tocaia
Grande” y las lecciones sobre el Descubrimiento de América rendidas a mi
profesor Gustavo Enrique Camargo, por allá en los años cincuenta, fueron
obstáculo para disfrutar De cómo los
turcos descubrieron América. Al contrario: esta lectura me permitió aferrar
que lo real inmediato demuestra que el Descubrimiento es una metáfora; en realidad,
una farsa de la cultura europea. Paris
es un goce, una espléndida farsa para turistas de ilusiones.
Bogotá, 27 de septiembre
de 2011
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